Son pocos y, según las circunstancias, no todos valen. Se trata de lugares de Madrid donde al final ocurre: aparece esa bruma, esa piedra atascada en el paladar, esas ganas rabiosas e incontenibles de llorar.

Si esto sucede bajo techo, en la propia casa, la situación se antoja sencilla: una cama, un sofá, una ventana entornada son lugares factibles donde refugiarse. Pero, ¿y si sucede fuera, en plena urbe, en ese teatro salvaje repleto de miradas? La ciudad no es lugar propicio para las lágrimas; no se puede llorar en cualquier parte. Sobre todo por respeto al propio acto del llanto, porque, como decía Sergio Fanjul en su Ciudad Infinitatodo llanto que se precie “requiere su ceremonia”. Es en esos momentos cuando más lo necesitas: una guía, un escape, (¡un inventario!), con lugares adecuados para llorar, un refugio lacrimoso para el paseante melancólico.

Como profesional del llanto y madrileño recalcitrante, reconozco que encontrar lugares adecuados para llorar en Madrid no es tarea fácil. El llanto, como he dicho, requiere su ceremonia, su comodidad, su ambiente. La nostalgia no es amiga de la fealdad. Tampoco lo es de la muchedumbre ni de los mirones. Por eso, en una ciudad con más de seis millones de córneas (así, a ojo), elegir el lugar adecuado para el desahogo requiere de una estrategia cuidadosa.

Comencemos por un análisis cualitativo del llanto: como explicó Cortázar en sus Instrucciones para llorar, la manera correcta consiste en “una contracción general del rostro y un sonido espasmódico acompañado de lágrimas y mocos, estos últimos al final, pues el llanto se acaba en el momento en que uno se suena enérgicamente

En base a esta definición, los lugares propicios para llorar tienen, por lo general, varios puntos en común:

Son espacios apartados del tránsito humano (la ceremonia, cuán importante es la ceremonia…).

Son lugares elevados, desde los que poder ver el horizonte (fundamental para dejar la mirada perdida).

En contacto con la naturaleza.

Con estímulos cercanos que activen la tristeza. Aquí cada cual puede encontrar sus propios motivos, por ejemplo, como decía Cortázar, pensar en un “pato cubierto de hormigas” o “en esos golfos del estrecho de Magallanes en los que no entra nadie, nunca” (esto último doy fe de que es cierto).

Teniendo en cuenta estos factores y tras un análisis exhaustivo de la geografía madrileña, presentamos breve inventario de lugares lacrimógenos para paseantes melancólicos.

Comienzo por el parque de las Vistillas, un espacio ajardinado y acrobático que posee todos los puntos característicos antes mencionados. Por un lado, las vistas panorámicas que tiene de la zona sur oeste de Madrid, la Ribera del Manzanares y la Casa de Campo. No en vano, su nombre proviene del cerro de las Vistillas, una de las elevaciones geográficas que sirvieron de defensa natural de la ciudad durante la Edad Media. Este espacio también cumple las siguientes dos condiciones: es un lugar apartado del bullicio (salvo la segunda semana de agosto, durante las fiestas de Virgen de la Paloma) y posee un poderoso estímulo activador de la tristeza, el viaducto de la calle Segovia.

Este viaducto, construido en 1875, fue el lugar elegido por decenas de suicidas desde el mismo año de su construcción. Ahora ya pocos lo buscan con intenciones autolíticas gracias a las mamparas antisuicidio que instaló el Ayuntamiento en 1998. Pero su legado ahí queda, disponible para la imaginación exaltada de los paseantes taciturnos que necesiten un motivo extra para incentivar su melancolía.

Cerca de las Vistillas se encuentra el paseo de los Melancólicos, otro lugar que, al menos desde el punto de vista onomástico, merecería estar en este inventario. Aunque ese nombre, “Melancólicos”, puede llevar implícito cierto grado de polémica. Me explico.

¿Los alrededores del Palacio Real? Melancólicos

Según escribió Carlos Gurméndez en un artículo para la edición impresa de El País del 16 de mayo de 1989, “su nombre fue dado por los vecinos del lugar y más tarde se convirtió en oficial“. Y continuaba: “Es realmente un pasaje triste, desolador, que puede incitar a la depresión, esa enfermedad de la melancolía que niega todo sentido a la vida y a la historia. Por este paseo de los Melancólicos deambulaban con frecuencia algunos personales de las novelas madrileñas de Pío Baroja“.

Es esa frase donde dice “fue dado por los vecinos del lugar” y su mención a Pío Baroja lo que me genera algunas dudas. Si leemos a Baroja y la crónica Hampa que escribió para el diario El Pueblo Vasco en 1903, descubrimos que “Madrid está rodeado de suburbios, en donde viven peor que en el fondo de África un mundo de mendigos, de miserables, de gente abandonada. ¿Quién se ocupa de ellos? Nadie, absolutamente nadie. Yo he paseado de noche por las Injurias y las Cambroneras. Y no he visto a nadie que se ocupara en serio de tanta tristeza, de tanta lacería…”

El Paseo de los Melancólicos formaba parte del llamado Ensanche Sur, creado a mediados del siglo XIX durante el plan de ensanche urbanístico conocido como Plan Castro. Una de las ideas subyacentes de este proceso urbanístico era acomodar el crecimiento ordenado de la ciudad a una separación de barrios por clases sociales, es decir a crear barrios desiguales “que atendieran a las necesidades específicas de cada clase” como escribió el ingeniero Carlos María de Castro (el del Plan) en la memoria de su proyecto.

Esta segregación de clases dio lugar a que surgiesen algunos barrios como los citados de Cambroneras y de las Injurias. En ellos vivían madrileños que, según la descripción de Benito Pérez Galdós en el prefacio de su novela Misericordia, representaban “la suma pobreza, la mendicidad profesional, la vagancia viciosa, la miseria, dolorosa casi siempre, en algunos casos picaresca o criminal y merecedora de corrección”.

Estas descripciones de Baroja y Galdós (y otras posteriores, realizadas por escritores y periodistas de los años 20 y 30) son las que me hacen pensar que, en realidad, no eran los vecinos de esta zona los que se llamaban a sí mismo “melancólicos”, sino que fue el término eufemístico utilizado por esos otros madrileños, los ciudadanos de clases acomodadas, para referirse a una de las calles principales del Madrid suburbial de comienzos del siglo XX (el nombre “Paseo de los Miserables”, “de los Vagos” o “de los Criminales” no quedaba tan elegante ni poético). No obstante y sea cual sea el origen de este nombre, ahí está, hoy día, el Paseo de los Melancólicos, disponible para todos aquellos a los que un nombre pueda servir de estímulo lacrimógeno.

Los siguientes puntos de este inventario son dos jardines que, debido a su cercanía, incluyo de forma conjunta. Se trata del Huerto de las Monjas y los jardines del Príncipe de Anglona. Situados muy cerca de la calle Segovia, ambos espacios cumplen con dos requisitos fundamentales de esta guía: la soledad y la naturaleza.

Los jardines del Príncipe de Anglona se crearon hacia el 1750 y tomaron el nombre del palacio contiguo. Se trata uno de los pocos jardines nobiliarios del XVIII que se conservan en la capital y, aunque ha pasado por diversas restauraciones (la última en 2002), aún mantiene su estructura original de suelo de ladrillo y parterre en crucero dibujado con setos bajos de boj.

i esto no fuese una guía seria concebida para los paseantes melancólicos, podría inventarme ahora mismo la leyenda de que si uno se sienta en uno de los bancos de piedra del jardín puede llegar escuchar los gemidos mustios de uno de los ilustres cortesanos que habitaron el palacio contiguo, el Príncipe de Anglona. La razón, se dice (o me la invento, vamos), fue un duelo fallido en el que el príncipe, más rápido que su oponente pero con lamentable puntería, abatió de un disparo al gato de su amada –por la que ambos se estaban batiendo–. Esta, enfurecida, interrumpió el duelo y, después de abofetear al príncipe, se llevó del brazo a su oponente, con el que se casó a los pocos días. El príncipe, destrozado, jamás volvió a salir de su palacio, con una única excepción: su pequeño jardín, el lugar donde daba rienda suelta a su amargura.

El Huerto de las Monjas es, por su parte y para regocijo del viajero lacrimoso, uno de los lugares más desconocidos del centro de Madrid. Este pequeño jardín cuadrangular preñado de árboles, adornado por una fuente del siglo XVIII (la fuente de la Priora) y rodeado de viviendas fue, en otro tiempo, el huerto del convento del Sacramento de las hermanas cistercienses descalzas de San Bernardo.

El convento, dañado durante la Guerra Civil y reconstruido en los años 40, estuvo habitado hasta 1972, año en que pasó a ser jardín municipal. Acceder al Huerto de las Monjas es algo extraño. Me atrevería a decir que linda casi con el allanamiento de morada. Oculto entre viviendas modernas la única forma de acceso son dos puertas enrejadas (una por la calle Sacramento, otra por la calle del Rollo) que permiten el acceso de lunes a viernes y entre las 7:00 y las 17:30 horas. Este hecho es lo que hace de él un lugar solitario y lejano del bullicio de los alrededores (y que parezca que uno se está adentrando en terreno prohibido).

El acceso al Huerto de las Monjas es mágico… escondido y melancólico

El siguiente espacio de este inventario puede resultar algo chocante. Se trata de la sala 206 del museo Reina Sofía. Este espacio no es solitario (de hecho, todo lo contrario), no posee naturaleza ni vistas panorámicas. Y, sin embargo, lo tiene a él, un inmenso trozo de lienzo de tres metros y medio de alto por ocho de ancho que actúa como un poderosísimo disparador melancólico y al que Jorge Drexler cantó de esta forma:

“La sangre gris en el lienzo clava su lanza y salpica.

No hay un rojo más intenso que los grises del Guernica.

Cada trazo en la pintura sostiene, de horror, un grito.

Guernica, un rumor maldito te atraviesa cada hechura

y muerde a cada criatura sobre el violento retablo,

mientras un sordo vocablo de muerte el óleo rubrica

y te desangras, Guernica, por los pinceles de Pablo.

La sangre gris en el lienzo clava su lanza y salpica.

No hay un rojo más intenso que los grises del Guernica (…)”

Es la canción colectiva ‘Décimas para el Guernica‘, compuesta por Drexler en honor a la obra de Picasso. El uruguayo la creo a raíz de una convocatoria por redes sociales donde solicitó a sus seguidores que le mandasen versos en forma de décima. El Guernica es dolor, es sangre es muerte, son aullidos y sollozos monocromáticos. Un auténtico estímulo emocional para todo viajero melancólico.

Cerca de las cuatro paredes donde gritan los trazos del Guernica se encuentra el que es, posiblemente, el mejor refugio para un nostálgico en situación de emergencia: el Parque del Buen Retiro. Sus 118 hectáreas –es decir: unos 165 campos de fútbol. Me fascina cómo este deporte se ha colado tanto en nuestras vidas que es capaz de servir como traductor de medidas– y sus más de 19.000 árboles –ya no tantos tras el paso de Filomena– hacen de él un lugar idóneo para el llanto. Si no, que se lo pregunten a las 3000 personas que se reunieron para hacer un lloro colectivo frente a la melodramática estatua del Ángel Caído en abril de 2017.

Y es que El Retiro cuenta con estímulos para todos los gustos: el mencionado Ángel Caído, un estanque con barcas (y patos, recordad a Cortázar), un Palacio de Cristal que sirvió de zoo humano en una exposición sobre Filipinas en 1887.

Abandonamos el Retiro y continuamos por el que es, a mi parecer, el mejor espacio para dejar la mirada perdida en el horizonte, el Cerro del Tío Pío o las Siete Tetas. Ninguno de los dos nombres que recibe este lugar invita a la melancolía pero es, sin duda, uno de los puntos clave para aquellos paseantes que necesiten un punto de fuga en el que expandir su llorera. Desde cualquiera de sus siete lomas (construidas, por cierto, sobre los escombros de un antiguo poblado chabolista) se puede contemplar EL ATARDECER (así, con mayúsculas) de la ciudad de Madrid, desde el cual se puede observar cómo las crestas de la sierra de Guadarrama se tiñen de rojo mientras la ciudad languidece bajo el ocaso. Pura y empalagosa melancolía.

Para presentar el último espacio de este inventario (que no el último que se puede encontrar en Madrid) regreso a las palabras de Carlos Gurméndez, el cual describía al sujeto melancólico como alguien que “solo descansa en sí mismo, no se inquieta por nada de lo que sucede en el mundo y permanece recogido en la continua evocación de cuanto vivió en los años idos”. Si nos remitimos a esos “años idos”, el lugar madrileño más evocador es, sin duda, el Parque del Oeste, creado por Alberto Aguilera en 1906 sobre los restos del vertedero principal de la ciudad.

El Parque del Oeste cumple las cuatro premisas fundamentales para el paseante melancólico pero, sobre todo, brilla en la última: la presencia de estímulos. Diseminados por sus más de 70 hectáreas –98 campos de fútbol– se pueden encontrar diferentes estímulos evocadores de tiempos pasados. Allí están, plantados como champiñones, los antiguos búnkeres de la Guerra Civil o el templo egipcio de Debod (que se va degradando, lentamente, a la espera de que protejan de una vez sus piedras contra lluvias y Filomenas). Pero, sin duda, el que actúa como más potente disparador es el Arroyo de San Bernardino, un auténtico portal en el espacio tiempo que comunica con la época romántica. Oculto en el corazón del parque, el arroyo de San Bernardino es un pequeño curso de agua con estanque, puentes, pequeñas caídas en cascada, árboles y pradera para revolcarse en la pesadumbre… Si Bécquer viviese hoy día en Madrid haría de él su otro Moncayo.

El Ángel Caído: melancolía pura© iStock. Texto: Javier Zori del Amo (@zoriviajero

Puede que este inventario de lugares propicios al llanto sirva de ayuda para algunos. Puede que otros lo vean como una enorme y absurda tontería. En cualquier caso, creedme cuando os digo que, como experto del llanto, varios de estos sitios son capaces de sacar de un aprieto a un melancólico en apuros. Yo mismo lloré en ellos. No recuerdo por qué, no recuerdo cuándo y en qué situaciones, pero lloré como un aguacero, como un hobbit sin Anillo Único. Lloré como los patos del Manzanares y como las carpas del Retiro. Lloré como lo hizo Fanjul en su Ciudad Infinita –en un parque, por cierto, que no aparece en este inventario– “como el terremoto, (…) como los púlsares y las supernovas. Lloré como un profesional de la pena“. Y después de tanto lloro, de tantas lágrimas y mocos acumulados, siempre culminaba el llanto recordando aquellas palabras de Cortázar.

“El llanto se acaba en el momento en que uno se suena enérgicamente”.

Por desgracia, yo siempre olvido mis pañuelos.

Fuente: viajesboletin.com

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