Crónica del Camino de Santiago — Último Tramo: Padrón – Santiago de Compostela

Sabíamos que hoy era nuestro último tramo, el tan esperado.
Padrón – Santiago de Compostela.
Para quienes ya habíamos vivido ese momento antes, sabíamos que debíamos mantener la calma… y transmitir a los que llegaban por primera vez que estábamos ante un instante único e irrepetible.
Nuestra primera vez… llegando a la mítica Plaza del Obradoiro.

Allí, donde la piedra vibra con siglos de historias y los peregrinos se funden en abrazos que no necesitan palabras.
Donde la Catedral —majestuosa, barroca, dorada por el tiempo— levanta su rostro al cielo compostelano. Sus torres son un canto detenido, y su fachada, una oración esculpida en granito. Santiago, el Apóstol, parece observarnos desde lo alto, sabiendo lo que cada uno ha dejado atrás para llegar hasta él.

Aquella mañana, cada uno en silencio sabía que era la última vez que armaba su mochila.
El último desayuno.
El último “buen camino”.
Nos separaban solo 24 kilómetros de nuestro objetivo.
El silencio era hipnótico… hasta que una sonrisa lo rompió con la pregunta:
—¿Alguien sabe algo del enólogo?

Nos acercamos a su cama. Vimos su calzado, pero las cortinas de su litera seguían cerradas. Nadie sabía en qué condiciones había llegado… ni con quién.

El albergue, generoso, nos dejó café, té, leche y azúcar.
A estas alturas del camino, cualquier gesto es un regalo.
El Párroco tomó lista y, al ver que estábamos todos, indicó el rumbo.
El día no prometía mucho… pero al menos, no llovía.

Cada uno avanzó a su ritmo.
El Párroco, el Mètré, Lorena y yo íbamos rezagados.
¿El motivo? Quizá sabíamos que aquello se terminaba.
Otro camino más para el Párroco, otro más para el Mètré…
Pero para Lorena no era igual.
En su mirada se mezclaban sueño, experiencia, ilusión… y la certeza de que algo estaba a punto de cumplirse.

Pilar prefirió el silencio.
Caminó sola los últimos siete kilómetros, esos donde se ve y no se ve la imponente Catedral de Santiago, como si jugara a esconderse entre colinas para alargar el suspense.

A cinco kilómetros de la meta, el resto del grupo nos llamó:
—¡Os esperamos a la entrada de la ciudad!

Y así fue.
Entramos todos juntos, como empezamos.
Por las calles empedradas del casco histórico de Santiago, donde el eco de los pasos se mezcla con gaitas, incienso y el murmullo de peregrinos de todas las lenguas.
Balcones de hierro, fachadas de granito, aromas de pan recién hecho y lluvia en el aire.
Una ciudad que parece hecha para ser la meta de todos los viajes.

Ya casi en el Obradoiro, cruzamos el arco donde un gaitero nos regaló la melodía más gallega del mundo.
Y ahí, el pecho se apretó.
Las lágrimas, contenidas durante días, por fin se atrevieron a salir.
Nos miramos, nos abrazamos, y durante unos segundos el tiempo se detuvo.

Habíamos llegado.

Luego comenzaron a aparecer los rostros del camino:
El Enólogo, siempre con su copa invisible y su sabiduría líquida.
Las Valencianas, eternas risueñas, que animaban cada subida con su “¡Vamos que ya casi!”.
Los Chicharreros, que parecían haber nacido con un GPS celestial y siempre sabían el atajo perfecto.
Cada uno era parte de esta historia, un pedazo de nuestro relato.

Cuando las emociones se calmaron, fuimos en busca de nuestra Compostela, el certificado que pone palabras a lo que el alma ya sabe: que lo conseguimos.

Cada uno la sostuvo entre las manos.
Y más de una lágrima cayó sobre el papel.
Quizá no era lluvia gallega… sino la emoción más pura del camino.


Reflexión final — Lo que el Camino deja

El Camino de Santiago no se hace con los pies.
Se hace con el alma.
Cada paso es una conversación con uno mismo;
cada piedra, una pregunta;
cada amanecer, una oportunidad de empezar de nuevo.

El Camino enseña que la felicidad no está al final, sino en el trayecto.
Que la meta no es la Catedral, sino el instante en que uno se descubre capaz de llegar.
Y que las mochilas más pesadas no son las que llevamos en la espalda,
sino las que cargamos en silencio, llenas de dudas, miedos o recuerdos no resueltos.

Pero el milagro ocurre: paso a paso, esas mochilas se alivian.
Y cuando al fin miras atrás, descubres que ya no caminas solo.
Caminan contigo todos los que te acompañaron,
todos los que te esperaron,
y todos los que aún sueñan con empezar.

Por eso, si alguna vez sientes el llamado del Camino, escúchalo.
No esperes a tener tiempo, ni compañía, ni respuestas.
Solo da el primer paso.
El resto… te lo enseñará el Camino.

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