Desde las oraciones al amanecer hasta la Pedronía y un festín de pulpo a la gallega, descubre la magia de Padrón en el Camino de Santiago.
Hoy el día amaneció con buen tiempo, ¡y vaya que lo pedíamos a gritos! Después de una noche de descanso, poco a poco fuimos despertando, como si cada uno obedeciera al lento campanilleo de un reloj invisible. El Párroco, fiel a su costumbre, ya estaba de pie: rosario en mano, su murmullo de oraciones se deslizaba por el pasillo del albergue, como un canto que invitaba al recogimiento.
Uno a uno fuimos sumándonos a su rezo, mientras preparábamos mochilas y botas, como si el ritual fuese parte del propio camino.

El albergue ofrecía desayuno, pero preferimos el pulso vivo del pueblo: ese contacto con la gente, el café servido con sonrisa, y el “¡Buen Camino!” que se vuelve pan y alimento para el alma. Una pequeña confitería junto a la iglesia fue nuestro rincón elegido. Peregrinos, pocos. Trabajadores, muchos. Pero allí estaba la esencia: la Galicia madrugadora, amable y silenciosa, regalándonos un comienzo perfecto.
Volvimos a la senda con el estómago lleno y el corazón aún más. Nos quedaban poco más de 20 kilómetros hasta la meta del día. El silencio en este tramo era casi postal: quizá el cansancio, quizá la certeza de estar tan cerca, o tal vez ese misterio del Camino que obliga a mirar más al horizonte que a los propios pies.

De pronto, la primera anécdota: tuvimos que recurrir al botiquín. Una rodilla rebelde interrumpió la marcha. Y allí, el Párroco obró lo suyo: tomó el aerosol milagroso y lo roció con tanta solemnidad que parecía agua bendita. Fue casi un exorcismo contra el dolor, y juro que funcionó.
Nosotros —el Párroco, el Mètré y yo— caminábamos en retaguardia. La charla giraba en torno a viejos viajes y anécdotas, cuando un torbellino nos pasó por la derecha: ¡las Valencianas! Esta vez con un nuevo amigo, un misterio en zapatillas. Fueron un relámpago alegre que nos dejó una nube de risas.
Lo que más llamó la atención en este tramo fue la cantidad de puestos improvisados que ofrecían sellos únicos para la credencial. El Párroco, naturalmente, no dejó pasar ni uno. Cada sello era para él como un sacramento: fila tras fila, con paciencia infinita, recogía esas marcas de memoria que ningún peregrino olvida.

La llegada a Padrón ya se sentía cercana. Pueblo cargado de historia: aquí, según la tradición, llegaron los restos del Apóstol Santiago en una barca de piedra que el río Sar guió hasta sus orillas. Cuna también del gran Rosalía de Castro, donde la poesía se respira en cada esquina.
Al entrar, nos recibió un ambiente festivo: música, mercadillo y la sensación de que algo especial estaba a punto de suceder. Nunca supimos bien qué fiesta era, pero ¿qué importa? El Camino tiene la magia de que cualquier celebración termina siendo también tuya.

El albergue fue hospitalario como pocos. Allí, charlando con el personal, pedí —deformación periodística— alguna anécdota graciosa. Y no tardó en llegar:
“Un día —me dijo— llegaron tres peregrinos. El primero, mudo. El segundo, mudo. El tercero… también mudo. Yo pensé: ‘¡Esto es demasiada coincidencia!’. Y los saqué con mochilas y todo a la calle. Pero resulta que no eran mudos: habían hecho voto de silencio durante todo el Camino. Al final, casi rogándome con las manos, los dejé entrar. ¡Jamás olvidaré sus caras!”
Las carcajadas contagiaron a medio albergue. Incluso un japonés, que no entendía una palabra de español, se rió al recordarnos a “los muditos”.

Con el buen humor aún en el aire, salimos a recorrer la ciudad. Descubrimos que, presentando la credencial completa, podíamos obtener la “Pedronía”, el diploma que acredita haber llegado hasta allí. El Párroco fue, por supuesto, el primero en reclamarla.
La tarde se cerró con misa, donde Lorena cumplió su deseo: leer una lectura en voz alta. Lo hizo con tal claridad que parecía grabar las palabras en los muros mismos. Fue un instante solemne, cargado de emoción.
Al salir, apareció nuestro enólogo favorito. Esta vez no nos acompañó: nos recomendó un restaurante y se excusó con una sonrisa cómplice. Tres señoritas lo esperaban con copas servidas y vino abierto. No necesitábamos más explicación.
Fuimos entonces al lugar indicado: zamburiñas, pulpo a la gallega, vino tinto… y un festín de risas y fotos. Aquella cena se convirtió en una de las mejores del Camino.

Al volver al albergue, la música de la fiesta retumbaba en la plaza. La tentación de quedarnos era grande, pero la sensatez ganó: al día siguiente nos esperaba el último tramo, casi 24 kilómetros. Nos fuimos a dormir temprano, sabiendo que lo mejor aún estaba por venir.
Lo del enólogo… bueno, sigue siendo un misterio.