La mañana se presentó gris, con lluvia intermitente. Teníamos fe en que no nos acompañara durante todo el camino, aunque el cielo gallego siempre juega con sus propias reglas.
En el albergue nos esperaba un pequeño gesto de hospitalidad: una mesa con infusiones variadas, regalo de la casa. Muchos peregrinos nos levantamos casi al amanecer. El Párroco nos reunió con solemnidad antes de partir y advirtió:
—Es importante no equivocarse de puente.
La pregunta inmediata fue:
—¿Pero… hay más de uno?

Salimos rumbo al desayuno matinal. Apenas entramos en la cafetería, cayó un chaparrón de esos que borran el horizonte a cien metros. Entre cafés con leche, la pregunta flotaba en el aire: ¿Parará alguna vez?
Al salir para hacer unas fotos, vi peregrinos que ya no se preocupaban por la cantidad de agua: la consigna era avanzar. Minutos después, como si alguien abriese un telón, la lluvia cesó. Nos reagrupamos en la puerta y comenzamos la marcha.
Cruce por Pontevedra
El Párroco nos guio por las calles empedradas de Pontevedra, ciudad de alma medieval, con plazas recoletas y balcones floridos. Cruzamos su famoso puente, herencia de la época romana y medieval, mientras amanecía. El sol tímido pintaba la ría con tonos dorados y, junto al incesante flujo de peregrinos, nos regalaba una postal inolvidable.
Camino a Caldas de Reis
Nuestro destino era Caldas de Reis, a algo más de 20 kilómetros. Tapon y Robert tomaron la delantera con paso firme. Detrás marchaban Lorena y Lucía, abrazadas por silencios y pensamientos que el paisaje gallego invitaba a desplegar. El Párroco, el Metré y yo cerrábamos la retaguardia: quizá por cansancio, quizá buscando ese momento íntimo que el Camino siempre regala.

A mitad del trayecto, la magia apareció de nuevo: un gaitero, en medio de la nada, envuelto por bosques. Su música nos llegaba desde lejos, como un anuncio de que Santiago estaba cada vez más cerca. El sonido, melancólico y solemne, nos emocionó a todos.
Más adelante, tocó cruzar una vieja calzada romana bajo la cual corría uno de los incontables arroyos gallegos. Justo en ese instante escuchamos gritos:
—¡Bici, bici, bici!
Y apareció una caravana de 25 ciclistas, que cruzaron uno a uno con casco, luces y bocina. La seguridad, ante todo. Fue un momento pintoresco y lleno de color.
Al poco tiempo, se nos volvió a aparecer El Enólogo. Esta vez con el teléfono pegado a la oreja, parecía dar instrucciones sobre una nueva línea de vinos. De repente, cortó un racimo de uvas, lo alzó como si fuese un cáliz, y explicó tanto a quien lo escuchaba al otro lado como a nosotros las virtudes de beber una copa de vino diaria. Entre risas y complicidad, seguimos adelante.

Llegada a Caldas de Reis
El Párroco anunció a viva voz:
—¡Solo faltan dos kilómetros!
Nuestra sonrisa se ensanchó. Una hora más tarde, cuando preguntamos de nuevo, repitió la misma frase. Esa vez la sonrisa fue más torcida, acompañada de refunfuños.
Finalmente, Caldas de Reis nos recibió con sus aguas termales, famosas desde época romana por sus propiedades curativas. El albergue parecía un viñedo, pero era un refugio encantador, con un jardín verde brillante, tumbonas y hasta piscina cubierta. Un lujo inesperado en mitad del Camino.
Cena y encuentro inesperado
Tras la misa, salimos en busca de cena. El lugar recomendado estaba lleno, así que hubo que esperar. En la mesa vecina, seis ingleses fornidos se sorprendieron al ver el logo de mi polo: la rosa de la selección inglesa de rugby. Entre mi castellano rioplatense y su inglés perfecto, apenas nos entendimos, pero las carcajadas fueron universales. Las fotos lo confirmaron: eran ex jugadores de rugby. Cuando les expliqué que mi polo lo había comprado en un mercadillo por dos euros, la risa fue todavía mayor, contagiando al resto de comensales.
Finalmente, cenamos las especialidades de la casa y regresamos al albergue en silencio. Sabíamos que habíamos cruzado el ecuador del Camino. Nos quedaban más etapas, más risas, más historias. Y sobre todo, más vida por vivir en cada kilómetro.