Camino de Santiago – Día 3: De Arcade a Pontevedra

El día amaneció distinto. No era el gris de las nubes gallegas lo que nos cubría, sino la certeza de una despedida.

Un parroquiano nos indicó un bar cercano, a solo 300 metros del Camino. Allí fuimos todos juntos, en silencio, como si quisiéramos alargar el tiempo. Hoy era la despedida de Amada, la musa del sendero. El desayuno se hizo lento, casi como un intento desesperado de convencerla de seguir con nosotros. Pero sabíamos bien que no podía ser.

Al salir, justo enfrente, un paredón con vistas al Camino parecía preparado para nuestra escena. Nadie pasaba por allí, salvo una abuela que caminaba en solitario. Fue ella quien inmortalizó con una foto nuestras sonrisas forzadas, disimulando el día gris que nos atravesaba. Los abrazos fueron largos, hondos, de esos que calan hasta el alma. Alguna lágrima se escapó. Y entonces, el Párroco, con su tono terrenal, dijo:
—Alaaaa… el Camino continúa.
Y como ovejas tras su pastor, lo seguimos casi sin mirar atrás.

Pronto dejamos la ciudad atrás y llegamos al Puente Medieval de Pontesampaio, sobre el río Verdugo. Allí, en 1809, los campesinos gallegos lograron una victoria decisiva contra las tropas napoleónicas, sellando el destino de Galicia en la Guerra de la Independencia. Entre historia y paisaje, el momento nos obligó a detenernos para fotos y silencios admirados.

El destino del día era Pontevedra, apenas 15 km más allá. Aunque como suele pasar en el Camino, esos 15 se transformaron en 30 en nuestras piernas. Por suerte, el trayecto trajo reencuentros: apareció nuevamente El Enólogo, quien nos contaba sus razones de caminar. Entre parras y viñedos, nos dio clases magistrales sobre la diferencia entre vid y parra… yo, sinceramente, solo me quedé con el sabor dulce de las uvas recién arrancadas.

Más adelante nos cruzamos con un grupo de adolescentes. Una de ellas avanzaba casi vencida, con los pies en rebelión. Ofrecimos Reflex y pociones mágicas del Párroco, pero ella rehusó. Cabizbaja, respondía con voz baja. Le pregunté hasta dónde iba. Al decirme su destino —faltaban apenas dos kilómetros—, con tono solemne le solté:
—¡Ahhh! ¡Entonces te faltan solo 30!
Sus ojos se abrieron como cartas del dos de oros, se enderezó como legionario romano y salió disparada. Las carcajadas fueron generales.
—Eso me lo cuentan como un milagro, ¿no? ¡Resucitó!

Finalmente, Pontevedra nos recibió con su aire medieval, ya preparando un festival. El albergue nos acogió con entusiasmo y, tras dejar mochilas, salimos a descubrir la ciudad:

  • Iglesia de la Peregrina: con su planta en forma de concha de vieira, es el verdadero corazón de la ciudad y símbolo del Camino Portugués.
  • Convento de San Francisco: de origen gótico, fundado por los franciscanos en el siglo XIII, aún respira espiritualidad entre sus muros austeros.
  • Basílica de Santa María la Mayor: un templo gótico-renacentista erigido por los gremios de mareantes, donde la piedra parece contar la devoción marinera de la ciudad.

Por la tarde cumplimos el ritual: misa en la Peregrina, donde cada uno —en silencio— dedicó alguna oración a la musa del sendero que nos había dejado.

Y como todo ritual peregrino que se respete, después hubo cena. El cansancio cayó rápido y, con solo una mirada, todos supimos dónde refugiarnos. El Párroco marcó el norte con su brújula invisible, y lo seguimos sin cuestionar.

Mañana, otra jornada nos espera. Un puñado de kilómetros más, otra dosis de historias, y la certeza de que el Camino siempre nos guarda algo nuevo.

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